lunes, 30 de mayo de 2011

Ser docentes

Nací en un pequeño pueblo en el que viví hasta los quince años. Se trata de una localidad de tres mil habitantes, aproximadamente, en la que hay dos escuelas: la Escuela Primaria y la Escuela Media.

Mi experiencia escolar estuvo marcada por el cambio de la Primaria de siete años y la Secundaria de cinco, a la Primaria de nueve años y el Polimodal de tres. Sin embargo, en ese pueblo, una cuestión edilicia que contemplaba no sólo la cantidad y capacidad de las aulas sino también el material disponible en la biblioteca y el laboratorio, hizo que —en los hechos— todo siguiera como antes. Por eso, si bien se suponía que tuviera profesores por área (Lengua, Matemática, Ciencias Sociales y Ciencias Naturales), los tenía por espacio curricular (Cs. Sociales, por ejemplo, era Historia y Geografía). A partir de 2005, al mudarme a una ciudad treinta veces más habitada, sí me inserté en el nuevo modelo.

En el caso de Lengua y Literatura, la mayor parte de mi trayecto fue con más pena que gloria.

Mi profesora de séptimo y octavo año siempre nos dio a mí y a mis compañeros bastante impresión: fumaba un cigarrillo cada diez minutos y padecía cierto desorden alimenticio; en consecuencia, era muy delgada. Pero eso no era tan relevante como el hecho de que de Lengua no sabía nada. Amaba el libro "Mi planta de naranja lima", que sin haber leído, rechazo a partir de la experiencia que tuve con ella. En el taller de Literatura nos enseñaba "los valores y virtudes de los animales", algo carente de fin práctico en absoluto, además de no proveer ningún tipo de preparación cognitiva necesaria para alcanzar otro conocimiento. Tampoco implicaba una estrategia didáctica interesante: cada viernes elaborábamos en el aula, en grupos, afiches ilustrativos al modo de infografías con la información recabada de un volumen sobre animales altamente olvidable. Se suponía que todo apuntaba a relacionar la valía que no sólo el ser humano posee, invitando a la reflexión y a la producción "artística" de un texto explicativo. Pero esa estrategia perdía en el intento. Un día, durante un examen escrito, el profesor de Biología (alguien a quien todos oíamos sin pronunciar una palabra, llegando a dejar en primer plano el zumbido de los tubos fluorescentes), preguntó, observando un afiche: "¿Desde cuándo un hipopótamo es 'ágil'? ¡Si es un animal que pesa toneladas!".

Nunca tuve muy buena relación con esa profesora. Un día le plantee por qué, en vez de pedir que memorizáramos las reglas ortográficas, no nos enseñaba a aplicarlas. Me respondió: "Te creés que sabés todo, Andrés, pero no sabés nada". Nunca volví a opinar en su clase y de hecho trataba de no dar lección, siquiera.

En noveno año la profesora fue otra. Se la pasaba hablando de gusto. Algo la ayudaba a hacerlo: teníamos con ella las dos primeras horas de los lunes y las dos últimas horas de los viernes. Un día entró al salón, tiró sus carpetas sobre el escritorio y exclamó: "¡Los verbos!". Nos enseñó todo lo referido al tema durante un mes entero. Después de evaluado, el furor desapareció.

Cuando daba clases solía no permitirme hablar, argumentando que yo sabía la mayoría de las respuestas a sus preguntas. Al ser cercana a mi familia, cuando mi mamá le comentó que yo me quejaba por no poder participar, la profesora me hizo leer, durante varias clases consecutivas, y hasta hablar de pie, mirando al resto de mis compañeros.

La última semana de clases tomó una evaluación que hoy sería denominada "integradora", cuando tal tipo de evaluación no estaba instaurada. Tuvimos que resolverla en dos clases, por parte, pues su resolución demoraba al menos tres horas y media. Como sabía que me mudaba, me puso un diez y una extensa y grata felicitación.

En la ciudad todo cambió para mejor. La profesora que tuve en primer año de Polimodal (división Ciencias Sociales) tenía el mismo nombre que la profesora de séptimo y octavo año, pero es alguien muy diferente. El primer día tomó un diagnóstico, dado que el curso estaba compuesto por cuarenta alumnos de muy distintas escuelas (particularmente, me sentía un bicho raro porque, a diferencia de los demás, había cambiado de escuela ante la necesidad de mudarme, no a la inversa; es decir, mudarme a causa de la elección de un nuevo colegio). Cuando leí las preguntas del diagnóstico me quise morir; pero no dejé nada sin responder. Durante la devolución la profesora nos pidió que nos acercáramos al escritorio para intercambiar breves palabras con cada uno. Para mí sorpresa, me felicitó. Me aseguró que tenía buena formación. Pero su admiración no duró demasiado (en la cancha se ven los pingos, dicen). A lo largo del ciclo lectivo resultaba evidente que había conceptos y métodos que yo desconocía.

La profesora fundó una revista escolar en la que me involucré los dos años siguientes. Éramos un grupo de treinta alumnos al inicio del proyecto, de los cuales quedamos cinco hacia 2007, año en que egresé.

Los sucesivos años tuvieron dos particularidades: 1) La profesora de Lengua de segundo era la directora. Al llegar al salón repetía siempre el mismo repertorio de preguntas, señalando a diferentes alumnos. Si cuando ella preguntaba, por ejemplo, "¿en qué año se escribió el Poema de Mío Cid?", uno respondía simplemente "en el siglo XII", ella replicaba: "¡la respuesta completa!". 2) El profesor de Historia de la división Cs. Naturales la reemplazó cuando ella se jubiló, alrededor de julio. Nadie esperaba ese suplente, porque nadie sabía que era profesor de Lengua e Historia. Él mismo consideraba sus clases cátedras universitarias y contemplaba muchos conocimientos de Historia que volvían realmente dificultosa la materia. Pese a ello, nos hizo hacer trabajos prácticos interesantes, invitándonos a hacer tareas tales como presentaciones en PowerPoints y verdaderos análisis de novelas (siempre enmarcado, a grosso modo, en teorías estructuralistas y formalistas, al menos al nivel que nosotros podíamos interpretar). Sus métodos, vistos críticamente, eran realmente interesantes.
Haciendo este recorrido pude comprobar que mi experiencia, particularmente en Lengua y Literatura, no fue demasiado buena, si bien tuvo sus "pro". Creo que mi interés en la docencia puede radicar en otras áreas de mi formación. Por ejemplo, si bien detesté siempre la Educación Física, una profesora de mi pueblo natal me demostró su importancia y, de una manera que siempre admiré y aprecié mucho, me instó a practicarla y de hecho a competir en pequeños torneos distritales, algo que de mí nunca hubiese surgido. Lo hizo con verdadera autoridad y compromiso con su tarea y supo recompensarme cuando verdaderamente di lo mejor de mí. La profesora de Plástica de mi pueblo también me abrió a un campo que me atrae (el del diseño) y utilizó recursos verdaderamente creativos desde el punto de vista didáctico, que no se limitaban al mero sentido de creatividad que todos solemos asociar a la Plástica. También tuve, como creo que muchos hemos tenido, a un familiar dándome clases: una de mis cuñadas, en Historia de primero y segundo de Polimodal. Ella me enseñó algo que nunca deberíamos dejar de tener en cuenta: antes de ser docentes, al igual que antes de ser alumnos, somos personas. Eso explica y nos ayuda a comprender, tolerar y sobrellevar muchas situaciones buenas y malas, oportunas o problemáticas. El profesor de Biología de mi pueblo y la profesora de Salud y adolescencia de la ciudad en la que ahora vivo me dieron una importantísima lección reconocida por muchos: la única y verdadera autoridad de un docente es su conocimiento. En este sentido, mi formación actual es en sumo importante (¡importantísima!). Me hicieron saber que un alumno puede no saber nada de muchas cosas, pero si de algo sí sabe, es de profesores. Y precisamente, "saber", en el mejor argumento, la mejor estrategia y el posicionamiento ideal e indispensable para plantarse frente a una clase. El trabajo desde el Consejo Institucional de Convivencia (en EGB 3) y el Centro de Estudiantes (en Polimodal) me formó en la actividad institucional desde chico, para saber que toda institución depende de la buena y fluida comunicación y trabajo en equipo de todos sus miembros (padres, directivos, preceptores, docentes y alumnos). El trabajo en equipo es fundamental, aunque sea blanco de tantas críticas y vicisitudes hoy en día (mmmh..., mejor dicho, ¡siempre!).

La escuela, como toda institución, podría decirse que consiste en un enorme grupo de personas trabajando para lo mismo de forma diferente. Es imposible llegar a absolutos acuerdos; pero es maravilloso saber que en primer y último término, nuestro oficio se basa en intentarlo. Por ejemplo, en trabajar para lograr un acuerdo entre lo que los alumnos saben y lo que podemos enseñarles.

Sin lugar a dudas, la docencia es la profesión que elegí porque es aquello que gracias a, o a pesar de mi formación, es lo que más me motiva, me interesa y me considero mejor capacitado para hacer. Por supuesto, a pesar de ese sentimiento de capacidad (relativa hasta el momento, si se quiere), siempre voy a aprender más (también de eso se trata trabajar en la enseñanza). Y también, claro, todos poseemos varios talentos o puntos fuertes. Sirven fundamentalmente, creo, para invertirlos en eso para lo que tanto nos esforzamos. En mi caso, ser docente.

2 comentarios:

  1. larga, minuciosa pero lina baricalla.

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  2. No había leído esto antes... Está bueno.. Me parece que no tuviste una buena experiencia, en general... Y sin embargo, no se te nota XD. Me gustaron los últ párrafos.. Nos vemos!!

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